Eugenio Granell
Texto publicado en España libre, mayo-junio 1977. Incorporado a la recopilación de textos de Granel Ensayos, encuentros e invenciones (1998, Huerga&Fierro)
El infortunio se cierne sobre España. La peste comunista sucede a la franquista. Y como ser comunista está de moda, el hado, siempre al día, no le escatimó un Neruda a nuestro país.
Rafael Alberti regresó a Madrid. Hace cuarenta años se escapó de Monóvar con los jefes comunistas que aún tenían desvergüenza de incitar al pueblo que habían hundido a una resistencia inútil contra el franquismo. Alberti se fue, fervoroso comunista republicano, con el puño cerrado. Ahora volvió, fervoroso comunista monárquico -él es obediente- dándole la mano al Rey.
En Madrid, Alberti causó un modesto revuelo intelectual. Como a mariposas, sus focos deslumbraron a unos cuantos fieles, académicos y laicos. El falangista Hedilla, sumado al rosario, recibió una ovación.
Cabía esperar que el amigo de Lorca se precipitase a honrar en Granada la memoria del poeta que asesinó la Falange. No ocurrió nada de eso. Alberti se fue a Barcelona a homenajear a Neruda (q.e.p.d.), su compadre de bombos y dádivas soviéticos. Stalin los da, ellos se juntan.
Miles de españoles no comunistas cuyas visas rechazó firmar Neruda en el consulado chileno de París, en 1940, no asistieron al alimón Alberti-Neruda (fúnebre recordatorio del de Lorca y Pablo, éste vivo aún y aún no vivales). Abandonados en Francia por Neruda, sucumbieron a la bestialidad nazi
aliada con el estalinismo.
Alberti no repudió públicamente el pacto Hitler-Stalin. Tampoco se sabe -lo que es raro, siendo él tan mundial, al menos entre la secta comunista- que haya denunciado las persecuciones y asesinatos de republicanos, socialistas, anarquistas y poumistas perpetrados por su partido durante la guerra civil. Ni que haya alzado la voz contra el secuestro y tortura (despellejándolo vivo), de Andrés Nin, luego asesinado por los chekistas españoles y rusos en Alcalá de Henares. Alberti no deploró el exterminio de todos los camaradas de Lenin, ni lo alteró el asesinato de Trotski por un miembro español de su partido. Ni el fusilamiento, en Madrid, del profesor José Robles, poeta y dibujante, ordenado por los generales rusos. Ni los asesinatos de los anarquistas y socialistas
europeos Camilo Berneri, Mark Reim, Kurt Landau y muchísimos más. Ni las acciones brutales del carnicero de Albacete, André Marty, contra las Brigadas Internacionales. Ni los maltratos infligidos a los niños españoles refugiados en Rusia, muchos de ellos fusilados. No publicó Alberti su protesta por el aplastamiento de la insurrección húngara. Ni por la invasión de Checoslovaquia (decírselo en casa a algún amigo no vale). Ni por el internamiento de intelectuales, poetas y científicos en las siniestras clínicas mentales de la cheka soviética. Ni por la infame persecución que llevó a la tumba a Pasternak. Ni por la reclusión y los maltratos sufridos –entre tantos otros- por la poetisa Natalisa Gorbanevskaya. Ni por el encarcelamiento y las torturas que han convertido al poeta cubano Heberto Padilla en una piltrafa, etc., etc., etc.
Alberti permanece olímpicamente impávido ante la rueda de horrores que acumula el régimen más ignominioso de la historia humana, al cual se unció. Ni siquiera es verdad que le haya exigido al rey, en una carta, la libertad de los presos
españoles.
No se sabe, entonces, a qué vienen las adhesiones a este hombre si no están urdidas por la Poderosa máquina de su organización. Uno se aferra a creer que aún existe un alto nivel de dignidad humana. Y asímismo, el coraje indispensable para disociarse de los contubernios perpetuadores de la bruma que ampara la burla y el exterminio de la libertad.
El poeta alemán Bertold Brecht, estalinista como Alberti, no contuvo su ira cuando supo que Stalin había asesinado a su maestro Tretiakov:
Mi maestro.
Grande, amistoso.
Ha sido fusilado, lo condenó un tribunal del Pueblo.
Como un espía, su nombre es maldecido.
Sus libros, destruidos. Hablar de él
es sospechoso, y se silencia.
¿Y si es inocente?
¡Claro que era inocente, como todas las víctimas del estalinismo. El libro más tramposo sobre la guerra civil lo escribió un amigo íntimo de Alberti: el agente soviético, que en España pasó por periodista, Mijail Koltsov. Es una catarata fangosa contra todo el que no fuese comunista. Koltsov falsifica la figura de un héroe. Inventa un nuevo Cid, liberador de todas las Españas: Rafael Alberti. Stalin llamó a Koltsov a Moscú. La cheka lo liquidó de un tiro en la nuca. Nunca denunció Alberti el asesinato de su admirador. A esto por lo menos se le llama
desagradecimiento.
A Manuel Machado se le reprochó mil veces haberse negado a interceder en favor de Miguel Hernández, prisionero del franquismo. Manuel Machado, vivo, se calló. A Hernández pronto lo calló la muerte. No se sabe por qué haya que amnistiar a Alberti de todos sus silencios. De su deshonor -de ese “deshonor de los poetas” contra el que clamó Benjamín Péret.
Neruda muerto y Alberti vivo, son, por su renombre, peligrosas trompetas del escarnio y la mentira, y cómplices del silencio que ampara el robo de la libertad y de la vida. Ambos saben mejor que nosotros la dimensión de su impostura. Sin libertad no hay poesía. Suprimir la libertad es matar el vivir.
Quien la corrompe es un corruptor, no un poeta. Quien obedece sin rebelarse es un esclavo, no un poeta. “La política, que deshonró a Neruda y a Aragón, le ha dado la razón a Breton demasiado tarde”, acaba de declarar Octavio Paz, la
voz más alta de la poesía española. Esa misma política también deshonró a Alberti.
No es demasiado tarde. La palabra libre y liberadora de Breton resuena más potente que nunca. Quien regresó a España no fue el autor de Marinero en Tierra. Fue su sombra, su Ka. Primero mandó su autorretrato: El adefesio. Tan pronto llegó él, pudo verse cómo ambos, sarcófago y momia, se ajustan cabalmente.
Un día, Juan Ramón Jiménez le había escrito: “Ha trepado usted, para siempre, al trinquete del laúd...”. Juan Ramón, que era un humorista, no se habría divertido al comprobar que el trepador eterno acabaría aplastando el instrumento con su
callar de plomo y su verso encadenado.
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