Por Horacio Vázquez-Rial
Probablemente ningún otro acontecimiento del siglo XX haya tenido la trascendencia propagandística de la guerra civil española. |
Hiroshima fue una tragedia, pero siempre fue posible discutir sobre el incalculable costo de una continuación indefinida de la contienda, que era lo que se proponía el Gobierno japonés.
La segunda guerra de Vietnam (la primera, que acabó con la derrota francesa en Dien Bien Phu, siempre fue vista como un conflicto colonial) fue importantísima mientras duró, pero el público supo más pronto que tarde que los vietnamitas no eran ángeles benditos ni luchadores frontales, y que no eludían la tortura ni la muerte de civiles.
Las revoluciones rusa y cubana partieron en dos la opinión pública mundial, y la Guerra Fría, a partir de 1945, obligó a elegir bando, pero, salvo en el caso de individuos muy ignorantes (que no faltaron) o muy imbuidos de mística marxoide, las dudas sobre el paraíso del socialismo real fueron muy extendidas. No obstante, las izquierdas nunca dejaron de considerar que el capitalismo, sea éste lo que sea, y no quiero entrar aquí en el problema de los modelos productivos, que nos llevaría varios tomos, era indefectiblemente mucho peor que cualquier régimen estatalista. Y, puestos a hacer propaganda, trataron en general la guerra de España como una revolución aplastada por el fascismo internacional y, por lo tanto, perfectamente mitificable. El gran novelista cubano Alejo Capentier dedicó La consagración de la primavera, un texto mayor en términos literarios, a desarrollar, a través de la vida de su protagonista, Enrique, y de su amante rusa, Vera, esta tesis: los momentos más importantes de su época no fueron las dos guerras mundiales, sino las tres grandes revoluciones: la rusa, la cubana y la española.
Esta idea prosperó, sobre todo después de la derrota del Eje, en todo Occidente, menos en España. Y lo hizo de la mano de otra noción imprecisa y, en consecuencia, peligrosa: la noción de fascismo. Stanley Payne abrió hace años la cuestión al tratar de "los fascismos", en plural. Es evidente que no son lo mismo el nazismo, el fascismo italiano, el franquismo, los movimientos populistas hispanoamericanos o el nasserismo, aunque no carezcan de rasgos comunes. Pero las izquierdas doctrinales se han venido empeñando en meterlo todo en el mismo saco, con el inevitable resultado de añadir al montón a los Estados Unidos y, más en general, todo lo que no sea izquierda, incluido el liberalismo.
Lo cierto es que, desde 1936, la propaganda exterior hizo de la República Española un modelo de democracia y progreso, cosa que distó bastante de ser, y un régimen impecable, resumen de todas las virtudes; y del franquismo una suma repelente de males e indecencias, sin mezcla de bien alguno. Y esa propaganda exterior repercutió, como no podía dejar de suceder, en el interior de España, sobre todo a partir de 1962.
Contribuyó a ello, sin duda, la pavorosa y aplastante propaganda interior, la obligación de cantar el Cara al sol en los lugares públicos, una prensa adicta, una televisión que, desde el inicio de sus emisiones, multiplicadas hasta el infinito en los casinos y los bares de todos los pueblos, se dedicó a la exaltación del régimen, y unos artistas, los mismos que hoy andan pancarteando por ahí el zapaterismo, dispuestos a cantar las loas al Caudillo a la menor oportunidad: por ejemplo, los veinticinco años de paz que tanto enchufe proporcionaron a Víctor Manuel en su día. Era insoportable, realmente insoportable, agotador, cutre, de alipori y de miedo. Esa parte se entiende.
A medida que la mano del régimen se iba abriendo, con todas las limitaciones, desde luego, pero abriendo, y la gente salía al mundo y regresaba con libros, o no salía pero compraba libros y revistas de contrabando, fuesen éstos impresos en Francia o en Hispanoamérica, se erigía, contra el muro de la propaganda interior, el de la propaganda exterior. No había en España más historia que la franquista, y para tener otro punto de vista sobre el propio pasado había que acudir a Ruedo Ibérico, a la Librería Española, o a las editoriales de México, Caracas o Buenos Aires, que publicaron de todo, sin un criterio distinto del de los sucesivos Münzenbergs que se ocuparon de promover esto o aquello.
Yo sigo pensando que El laberinto español de Gerald Brenan, por mencionar sólo un caso, es una obra mayor, a la que habrá que volver muchas veces antes de relegarla a las estanterías de lo superado. Pero también que el consumo masivo, decretado por la enorme sed que los españoles sentían de un verdad distinta de la oficial, nos llevó a devorar con ansiedad obras como La España del siglo XX de Tuñón de Lara o la muy prescindible El ejército republicano español de Alpert. En ese proceso tuvo lugar la enajenación de la historia de España, que quedó, en lo referido a la última centuria, en manos de extranjeros. Hasta los recientes y fundamentales trabajos de Ferran Gallego, la historia de Falange Española pasó inevitablemente por el libro de Southworth, que no es en absoluto una obra despreciable, todo lo contrario, pero que demuestra que algunas cosas se hubiesen podido hacer antes y desde aquí, aunque ello le costara al autor un prudente autoexilio.
Bolloten y Thomas son las excepciones que salvar en lo tocante a las historias generales de la Guerra Civil: lo que nos llegó en abundancia tras la muerte de Franco no fue eso, sino Georges Soria, con su versión staliniana de la contienda, editada a todo trapo en cinco volúmenes profusamente ilustrados y difundida por el aparato del último PCE. Y no es que falten Bolloten y Thomas: es sólo que sobre ellos, y de forma bien marcada sobre el primero, se habla y se escribe menos que poco...
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