Por Agapito Maestre
Ortega tendrá buen cuidado de matizar, especialmente en el comienzo de los años treinta, que sus posiciones laicistas están lejos del anticlericalismo. Es una forma de suavizar las consecuencias prácticas de su ateísmo religioso y laicismo estatal. |
Tanta es su insistencia en este quitar hierro a las consecuencias de su posición atea que cae en la reiteración; es como si quisiera borrar alguna de sus declaraciones pasadas, asunto más que sospechoso, grave, sobre todo si pensamos que Ortega es un hombre que sabe no sólo del poder de las palabras bien dichas, sino que el abuso de una de ellas las vacía inexorablemente de su fuerza y contenido. No puedo dejar de ver detrás de tanta insistencia para no ser confundido con el peculiar "crimen" anticlerical, el analfabetismo, el intento orteguiano por tapar no sólo viejos radicalismos contra la Iglesia Católica, sino una contradicción, en realidad, una paradoja dramática en la obra filosófica de Ortega, que alcanza su máxima expresión en el año 1932.
Pero el dramatismo de esa paradoja orteguiana, es decir, la defensa del laicismo por un lado, y la condena del anticlericalismo por otro, no debería llevar a sus estudiosos a clasificar a Ortega entre los filósofos que han hecho del combate contra la religiosidad en general, y contra el catolicismo en particular, el principal eje de su pensamiento. En la España de 1953, bajo el influjo de un catolicismo demasiado constatinizado, que no veía con buenos ojos al pensador ateo Ortega y Gasset, Julián Marías, uno de sus grandes discípulos, mostró con sencillez y eficacia que Ortega no era un "martillo de obispos y sacerdotes", un anticlerical, alguien que hubiera hecho de la crítica al catolicismo el hilo conductor de su pensamiento.
Bastó a Julián Marías citar unos cuantos textos de Ortega para sugerir que no tenía fundamento hablar "de la peligrosidad religiosa de Ortega". Además, concluía Marías, el hecho innegable es que el pensamiento de Ortega ha tenido en España frutos católicos. El mismo Julián Marías es un ejemplo de la imposibilidad de comprender su filosofía, a todas luces católica, sin la obra de Ortega. Marías es contundente:
La inmensa mayoría de los discípulos de Ortega, los más representativos, más dedicados a la función intelectual, son enérgica y claramente católicos. No siempre podría decirse lo mismo de otros maestros, incluso de instituciones religiosas, sea cualquier su buena voluntad; porque la peligrosidad puede venir también de otras potencias del alma.
Tampoco se olvida Marías de recordar que Ortega, según manifestó ante tres mil oyentes, no halla mejor definición, más profunda, científica y verdadera, que hasta ahora se ha dado del mundo que la que se reza en la Salve: el Mundo, sí, es un valle de lágrimas.
Entre los textos que pudieran citarse, siguiendo a Marías, que demostrarían que el pensamiento de Ortega es compatible con la religión católica son de épocas muy maduras del filósofo madrileño, y tienen más un carácter de crítica a los católicos españoles y franceses que al catolicismo en general, incluso destaca el famoso texto de 1933, recogido en En torno a Galileo, que muestra la imposibilidad de comprender el socialismo español sin previo paso por el cristianismo. Mientras que los dos primeros son textos de análisis sobre las repercusiones intelectuales del catolicismo, el tercero parece desbordar los límites de lo intelectual para referirse, según Marías, a lo estrictamente religioso. Merece la pena releer esos textos, porque nos da otra dimensión del ateo Ortega.
El primero, es un fragmento del Espíritu de la letra, se refiere así al catolicismo patrio:
El catolicismo español está pagando deudas que no son suyas, sino del catolicismo español. Nunca he comprendido cómo falta en España un núcleo de católicos entusiastas resueltos a liberar el catolicismo de todas las protuberancias, lacras y rémoras exclusivamente españolas que en aquél se han alojado y deforman su claro perfil. Ese núcleo de católicos podía dar cima a una noble y magnífica empresa: la depuración fecunda del catolicismo y la perfección de España. Pues tal como hoy están las cosas, mutuamente se dañan: el catolicismo va lastrado con vicios españoles, y viceversa, los vicios españoles se amparan y fortifican con frecuencia tras una máscara insincera de catolicismo. Como yo no creo que España pueda salir a la alta mar de la historia si no ayudan con entusiasmo y pureza a la maniobra los católicos nacionales, deploro sobremanera la ausencia de ese enérgico fermento en nuestra Iglesia oficial. Y el caso es que el catolicismo significa hoy, dondequiera, una fuerza de vanguardia, donde combaten mentes clarísimas, plenamente actuales y creadoras. Señor, ¿por qué no ha de acaecer los mismo en nuestro país? ¿Por qué en España ha de ser admisible que muchas gentes usen el título de católicos como una patente que les excusa de refinar su intelecto y su sensibilidad y los convierte en rémora y estorbo para todo perfeccionamiento nacional? Se trata de construir España, de pulirla y dotarla magníficamente para el inmediato porvenir. Y es preciso que los católicos sientan el orgullo de su catolicismo y sepan hacer de él lo que fue en otras horas: un instrumento exquisito, rico de todas las gracias y destrezas actuales, apto para poner a España "en forma" ante la vida presente.
El segundo texto vuelve a distinguir entre la profundidad del mensaje cristiano, por un lado, y la carencia de talento de algunos católicos para hacerse merecedores de esta tradición religiosa por otro...
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